Huyendo del escándalo, Consuelo Duval buscó el final en un río. No contaba con que su verdadero héroe no tenía ni para comer.

 

El río Parral corría tranquilo, pero la mente de Consuelo Duval era un torbellino. Aferraba su celular con fuerza mientras se adentraba descalza en las aguas poco profundas, mirando la pantalla: un centenar de llamadas perdidas de su mánager, docenas de mensajes de pánico de la productora. Le temblaba la mano.

La habían llamado un ícono, la reina de la comedia que no podía equivocarse. Pero en las últimas 24 horas, su mundo se había venido abajo. La traición de su socio más cercano, un escándalo público que nunca vio venir y, ahora, los reporteros acampando fuera de su casa en la Ciudad de México, esperando para despedazarla. Había escapado a Parral, su tierra natal, buscando un refugio que no encontraba. Consuelo cerró los ojos mientras el agua fresca le lamía los tobillos.

“Nunca me van a perdonar esto”, susurró. “Después de todo lo que he construido, todo lo que he sacrificado”.

Se adentró más. La corriente del río tiraba de su larga blusa de seda, empujando sus piernas como una advertencia, pero no se detuvo. Al otro lado de la orilla, entre los matorrales, un niño estaba agachado. Su ropa estaba sucia y se aferraba a su delgada figura. Su cabello rizado estaba enmarañado y sus pies estaban descalzos. Llevaba varios minutos observándola, demasiado nervioso para acercarse.

“¿Qué está haciendo esa señora?”, murmuró para sí mismo. Conocía bien este lugar. Era donde a veces se lavaba el polvo del cuerpo, donde buscaba chatarra o cualquier cosa de valor que arrastrara la corriente. Pero nunca había visto a nadie como ella. Una mujer tan elegante, vestida con ropas más finas de lo que él jamás había tocado. Ella no pertenecía a este lugar. Y sin embargo, allí estaba, adentrándose cada vez más en el agua.

Consuelo sintió que el río tiraba con más fuerza cuando el agua le llegó al pecho. “Quizás así sea mejor”, dijo en voz alta. Sus dedos se aflojaron y el teléfono se le escapó de la mano, desapareciendo bajo la superficie. Cerró los ojos, inclinando la cabeza hacia el cielo de Chihuahua. Entonces, su pie resbaló en una piedra.

Sus brazos se agitaron y, en un instante, la corriente la atrapó. Su cabeza se hundió.

El niño se puso de pie de un salto. “¡No!”, gritó. Por un momento, se quedó helado. El agua lo aterrorizaba, no era buen nadador. Pero al ver los brazos de ella romper débilmente la superficie antes de hundirse de nuevo, algo dentro de él gritó: “¡Muévete!”.

Corrió por la orilla, el lodo aplastándose entre los dedos de sus pies, y se lanzó al río. El agua estaba más fría de lo que esperaba, se le cortó la respiración mientras luchaba por avanzar, la corriente tirando de su pequeño cuerpo. Pero siguió adelante, con los ojos fijos en el lugar donde ella había desaparecido. Cuando la alcanzó, el cuerpo de ella estaba inerte. Su largo cabello castaño flotaba como algas alrededor de su pálido rostro. Su corazón latía con fuerza. “¡Despierta!”, le gritó, pasando sus brazos por debajo de los hombros de ella. No respondió.

El niño pateó furiosamente, arrastrándola hacia la orilla. “No te mueras, no te mueras”, murmuraba entre dientes. El peso de su cuerpo amenazaba con hundirlos a ambos, pero se negó a soltarla. Finalmente, sus pies encontraron el fondo lodoso. Jadeando, la arrastró hasta las aguas poco profundas y la acostó sobre su espalda. El agua goteaba de sus labios. Su rostro estaba quieto. Él le puso sus pequeñas manos en las mejillas. “Por favor”, susurró, con la voz quebrada. “No te vayas. Por favor, respira”.

Y por primera vez en su corta y dura vida, el niño rezó. No sabía su nombre. No conocía su historia. Pero mientras se arrodillaba a su lado, con las lágrimas mezclándose con el agua del río, supo una cosa: si ella no despertaba, algo dentro de él se rompería para siempre.

Las manos del niño temblaban sobre el rostro inmóvil de Consuelo. No sabía qué hacer. Nadie le había enseñado a salvar a alguien al borde de la muerte. Pero recordó algo. Hacía meses, había visto a unos voluntarios de la Cruz Roja en la plaza del pueblo haciendo una demostración. Recordaba el movimiento de empujar el pecho de un maniquí, una y otra y otra vez.

“Tengo que intentarlo”, dijo en voz alta, con la voz rota.

Colocando sus pequeñas palmas sobre el pecho de ella, empujó. “Regresa. Regresa”, murmuraba. Nada. El pánico lo invadió. Empujó con más fuerza, contando como había visto hacer al voluntario. 1, 2, 3… Nada. Las lágrimas corrían por su rostro. “¡No te mueras!”, sollozó. Luego recordó otra cosa de esa misma demostración: cómo le soplaban aire en la boca al maniquí.

Se inclinó sobre los labios de la mujer. “Lo siento”, susurró temblorosamente. Le tapó la nariz, respiró hondo y presionó suavemente su boca contra la de ella, soplándole aire en los pulmones.

Por un momento, solo hubo silencio. Luego, ella se sacudió violentamente, tosiendo y escupiendo agua. Su pecho se agitaba mientras aspiraba aire, sus manos aferrándose débilmente a la orilla fangosa del río. El niño retrocedió, cayendo al agua poco profunda, con la respiración entrecortada y lágrimas de alivio corriendo libremente por sus mejillas. “Está viva”, susurró.

Los párpados de Consuelo se abrieron. El sol brillante le hirió los ojos. Por un momento, pensó que estaba soñando. Luego, su mirada se centró en el niño. Su piel morena cubierta por el agua del río, su camisa rota pegada a su esquelético cuerpo, sus grandes ojos mirándola fijamente.

“Tú…”, carraspeó ella. “¿Tú me…?”. El niño no dijo nada. Solo asintió levemente. Consuelo intentó sentarse, pero volvió a caer con un gemido.

“¿Por qué? ¿Por qué me salvaste?”, preguntó débilmente. “No podía dejar que se hundiera”, susurró el niño. “No podía ver cómo se iba”.

Por un momento, el mundo pareció detenerse. Allí estaba un niño sin nada, sin hogar, sin familia, sin zapatos en los pies, arriesgando su vida por una extraña que lo tenía todo. A Consuelo le temblaron los labios. Las lágrimas brotaron de sus ojos. “Ni siquiera sé tu nombre”, susurró.

El niño bajó la mirada a sus manos. “Me llamo Ángel”, dijo en voz baja.

“Bueno, Ángel”, la voz de Consuelo se quebró. “Has hecho más por mí hoy de lo que nadie ha hecho nunca”.

Se quedaron allí, en el agua, la famosa actriz y el niño sin hogar, dos vidas inesperadamente entrelazadas. Y aunque ninguno de los dos lo sabía todavía, este único acto de valentía desencadenaría una cadena de acontecimientos que cambiaría sus vidas para siempre. Todos los que más tarde escucharon su historia quedaron atónitos. Atónitos de que un niño de la calle hubiera arriesgado todo para salvar la vida de una extraña. Atónitos de que la mujer que salvó fuera una de las más queridas y famosas de México. Y atónitos de que lo que comenzó como un momento desesperado en un río tranquilo se convertiría en una historia de la que todo el mundo no podría dejar de hablar.

Ángel no la salvó porque esperara algo a cambio. La salvó porque en su corazón todavía creía en una simple verdad: la vida importaba, incluso si nunca nadie se lo había demostrado antes.